Confesiones de un escritor de mierda.

Él sólo quería subir por sus piernas hasta el cielo pero ya ni eso tenía. La musas le abandonaron sin una mísera opción de volver, la vida le había jodido y su ésta se iba por el desagüe.
Era eso lo jodido, la poco que tenía se había acabado, no le quedaba nada; sólo el whisky y los cigarros. La cama todavía olía a su balsámico olor primaveral.
Decidió poner remedio a toda esa mierda, sólo quería volver a escribir mientras ella le besaba con el vaivén de las olas y la luna iluminaba sus rostros. La vida, muy puta, le había quitado todo lo que amaba.
La bañera se llenaba mientras se encendía el cigarro y se servía el whisky con dos hielos, como en la noche en la que murió su abuelo. Sólo una salida.
John Coltrane de fondo y el agua rebosando en la bañera. Huir, la única solución.
El corte profundo en lo brazos, el último trago y la última calada. Las musas aparecieron, demasiado tarde.
El último suspiro se fue pensando en ella y con él sus últimos vestigios de amor. La vida le había abandonado.

Placeres.



Será por eso que nadie quiere morirse, porque al final de la vida contemplar la salida del sol un día más tiene que ser un placer tan fuerte como el que te proporcionó el primer beso de aquella chica. Llega un momento en que los mortales se agarran como pueden a cada amanecer. Aquellos labios que sabían a fruta todavía un poco ácida serán sustituidos cada mañana por la nueva luz que llega hasta tu cama. Pudiste creer que no había en el mundo nada más excitante que aquel deseo en la oscuridad de tu habitación junto a esa joven adolescente, pero de pronto descubres que ahora lo cambiarías por una buena ensalada.


Si se trata de vivir peligrosamente dime quién arriesga más, el joven escalando una pared del Everest o el viejo sentado en un sillón de orejas; a cuál de los dos le ronda más cerca la muerte. Sin duda la muerte le sopla al viejo en la nuca su hálito de nieve forzándole a batir diariamente el récord de vivir lo más pegado posible a la eternidad. No hay deporte más duro que esos últimos cien metros lisos.


Cada edad tiene sus naipes que jugar puesto que la vida no es sino una forma de ir sustituyendo unos placeres por otros, la carne de novia por la de novillo, el levantamiento de pesas por la lectura de unos versos de Eliot, sin que la gloria se quiebre. Entre todos los placeres tal vez uno muy grande sea ese de llegar a la suprema sabiduría de no entender ya nada de lo que pasa. Ese estado de gracia es otra forma de naturaleza. Frente a la estupidez humana, una sonrisa irónica; frente a la catástrofe planetaria, una leve mirada al cielo sin pedir explicaciones; frente a la injusticia o el crimen más execrable, el gesto impasible de la inocencia.


Cada mañana la luz del sol establece en la ventana un asa donde agarrarse. Hoy mismo un joven que practica el deporte de riesgo se ha tirado con un ala delta por un acantilado, un especulador en Bolsa ha ganado 100 millones en una hora, un señor maduro ha navegado en brazos de una nueva amante, una profesora se ha enamorado de su nuevo alumno, un viejo ha sentido el aroma de café  al despertar y viendo el sol de primavera en la ventana se ha llevado la alegre sorpresa de no haber muerto. Nadie sabe cuál de estos placeres es el más fuerte.


Manuel Vicent.

Seamos como el Sol


¡Seamos como el Sol! Olvidemos
al que nos guía por el camino de oro,
solo hay saber que vamos iluminados
hacia lo nuevo, lo fuerte, lo bueno y lo malo,
en el sueño dorado.
¡Recemos siempre a lo sobrenatural,
en nuestras necesidades terrestres!
Como el Sol, siempre joven,
con ternura acariciemos las flores de fuego,
el aire limpio y todo lo que es de oro.
¿Sos feliz? ¡Duplicá tu alegría!
¡Sé la reencarnación del sueño repentino!
Pero no te quedes en la tranquilidad inmóvil,
allá, antes del horizonte secreto,
el tiempo fatal nos llama
hacia la Eternidad donde arden las flores nuevas.
Seamos como el Sol, es joven.
¡Este es el pacto con la belleza!


Konstantin Balmont, 1902. 

Una pequeña elegía


Se paró en puntas de pie
y me regaló sus labios.
Cansado la besé
en el silencio húmedo del otoño.


Las lágrimas caían en silencio,
en el silencio húmedo del otoño.
El día aburrido se apagaba, aburrido
como todo fuera del sueño.


Ígor Severianin, 1909.

Luz de la ciudad


Luz de la ciudad, eres blanca como el sol.


Conozco gente de cincuenta y cinco años 
que ocupa puestos importantes bajo las luces de la ciudad,
que hablan un español inmaculado,
que tienen el poder y la dicha social,
pero que no hacen el amor como tú y yo lo hacemos,
-si es que es amor y no mentira-,
con esos gritos arrancados
-si es que son gritos y no ficciones-
a la piel, a la lengua, al ácido 
de las enigmáticas baldosas del suelo,
que apenas aman así, a la manera nuestra,
-rabia y poco futuro, ira y poca compasión-
y yo no entiendo que la vida sea otra cosa 
que las blancas cabelleras
de tu carne hipócrita y regiamente desnuda
como si sonasen los himnos nacionales de Francia y Alemania,
de Rusia y España, de Suecia y Finlandia,
no en mitad de una Olimpiada,
sino en mitad de los extrarradios industriales.


Luz de la ciudad, te bebemos de noche.


A veces no nos dormimos en la madrugada y pensamos en Marte
y pensamos en las cenizas de los crematorios ascendiendo,
-cuerpos carbonizados, gente que nació para decorar el cielo-,
buscando su tumba en el aire contaminado,
-el aire pleno de cenizas humanas que vienen de la tierra,
culos y lenguas, fémures y sacros, hígados y simiente-,
siete horas seguidas mirando el plafón dorado allá en el techo
de un dormitorio traspasado por ruidos 
de coches viejos y lejanos,
de puertas de vecinos que se abren;
y miramos una ventana, 
presintiendo a través de las rendijas 
la fuerza de las grúas que crean la vida y la historia.


Luz de la ciudad, te bebo desnudo.


Cuando tenga setenta años,
ábreme en canal, 
y tira mi corazón a los perros.
Y tú come con ellos,
pelea con ellos para que te dejen morder,
muérdelo como tú sabes,
perra,
mi corazón.


Te quiero. 


Te quiero tanto.


Te quiero,
como los dinosaurios quieren 
la luz de las estrellas 
para beberla de noche,
como los leones en África devoran cebras 
con los riñones plenos de basura,
como los blancos comen negros 
con el corazón pleno de ilusiones blancas.


Luz de la ciudad, eres mi novia, mi espejo y mi alegría.


Me paso las noches gritando.
Contra la oscuridad, contra la luna,
gritando.
Desnúdate, perra,
gritos en mitad de la madrugada,
en mitad de las escaleras de los pisos baratísimos:
exaltación, demasiada exaltación.


Todo está blanco.


Desnúdate, perro. ¿Tiemblas? ¿Te asusto?


Luz de la ciudad, te bebemos de noche.


Luz de la ciudad, que también ilumina
a los perros,
a los negros,
a los niños,
a los santos,
a los resucitados,
a los ancianos,
a los pobres,
a los asesinos,
y a las mujeres,
a las iniluminables mujeres.


Luz de la ciudad, te bebemos de noche.


Luz de la ciudad sobre tu cabello de ceniza Sulamita.


Tengo muchas ganas esta noche.
Te mataré. Te lo daré. Te daré eso.
Nos casaremos. Te lo daré, lo juro.


Te quiero

Estaciones de servicio.

"A mi me gustan las estaciones de servicio. Me parecen una gran metáfora de la existencia humana; solas en mitad del vacío, de la nada, generalmente entre un toro de Osborne y un puticlub. Con su propio universo particular: cintas de cassette de Los Chichos, pintadas en las puertas de los baños que ofrecen mamadas y una cajera gorda y vieja que contesta con monosílabos. Estaciones de servicio a las que uno sólo presta atención cuando lleva cuatro horas conduciendo y tiene ganas de mear, o cuando va viajando con los hijos y uno de ellos ha vomitado y hay que limpiar el puto coche de los tropezones de esa comida en la que mamá había puesto todo su esfuerzo y cariño y que ahora luce estampada en los asientos traseros de tu moderno monovolumen, del que aún te quedan veinticinco plazos por pagar, y que a ti no te gusta pero la zorra de tu mujer eligió y tú no quieres llevarle la contraria porque qué coño vas a hacer con cuarenta años, divorciado y con dos hijos.


Todos somos un poco estaciones de servicio. Laura probablemente tenga sida."

Brindemos por los que se van

Uno tras otro, y nunca paran. Así son los golpes de la vida, de una vida puta.


Los recuerdos cada vez van a menos, pero siempre quedarán los mejores, los que sabes que nunca se irán. Aquellos viejos recuerdos de cuando eras feliz, de cuando la vida de sonreía y creías que te ibas a comer el mundo, los mismos que ahora te hacen hundirte en la mierda un poco más. Esos recuerdos que sabes que harán que te sientas perdido.


Cada vez que la vida te jode intentas convencerte que nada puede ir peor, pero es mentira, siempre hay algo que puede ir peor, y cuando eso se hace realidad, porque se hace realidad, ya no sabes a qué aferrarte. Te aferras a los recuerdos, pero esos recuerdos están muy lejos, tan lejos que apenas son perceptibles. 


Hay que hacerse a la idea de que en la vida no estás para disfrutar. Qué es la vida si no un mero trance hasta la muerte... Y que sin ella la vida no tendría sentido, de hecho es el único sentido de la vida. 


Brindemos por los que se van, es lo único que podemos hacer.


Hasta siempre, viejo.